lunedì, settembre 26, 2005

XIV

Mantener el rumbo del Avatsha tan cerca
como fuera posible de los cincuenta y tres grados de latitud
fue, después de renunciar unánimemente
a cualquier otro propósito de exploración,
el consejo de oficiales, un cálculo sencillo
basado sólo en factores desconocidos.
Durante casi un trimestre, el barco
se vio zarandeado de un lado a otro
por huracanes, de una violencia
como no recordaba haber visto en su vida
ningún miembro de la tripulación,
en el mar de Bering, donde
no había nada ni nadie más. Todo era gris
y sin posibilidad de orientarse, sin arriba ni abajo,
la Naturaleza en un proceso
en destrucción, en un estado de pura demencia.
Entre días enteros la calma chicha, inmóvil y cada vez más
deteriorado el barco,
más desgarradas las jarcias y más corroído
por la sal el paño de las velas.
La tripulación, acometida por la furia de las enfermedades que penetran
en el cuerpo, con ojos
que se hundían en el agotamiento,
encías hinchadas como esponjas,
articulaciones con sangre extravasada,
hígado abogatado, bazo abogatado
y un rescoldo de úlceras
debajo mismo de la piel, arrojaba por la borda,
día tras día, en nombre de Dios, a los marineros
que sucumbían a la putrefacción, hasta que al final
apenas hubo diferencia alguna
entre los vivos y los muertos.
Al morir pierden los astros
en el cuerpo su cualidad, su tipo, su sustancia
y su esencia, piensa Steller, el médico,
lo que ha muerto no vive ya.
¿Qué significa eso, la physica, se pregunta, qué
el iusiurandum Hippocratis,
qué significa la cirugía, qué el arte
y la razón cuando la vida
se desmorona y el médico no tiene ya
poder ni medios? Ahí
-en la noche-, la luna está en su cuarto
de noviembre y una pared de agua empuja
al barco contra las rocas.
Queda encajado,
gimiendo algún tiempo en los peñascos,
como si en las ansias de la muerte
hubiera querido salvarse en tierra,
hasta que una ola más pesada
lo empuja hacia la calma
de la laguna que hay tras el arrecife.
Hoz blanca, la playa
se curva en la obscuridad,
dunas cubiertas de hierba, hacia tierra,
hasta una meseta de sombras,
bajo montañas que fosforecen iluminadas por la nieve.

Del natural, de Sebald en versión de M. Sáenz

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